También resulta curioso notar cómo la sociedad necesita y recurre, aún hoy, a los procesos de mitificación.
En un entorno que se autodenomina (o autodomina) posmodernista, no deja de haber numerosas referencias a los mitos y linealidades que, al fin y al cabo, son más fácilmente entendibles por la gran mayoría de la gente. Lo curioso es que en teoría esos mitos y linealidades constituyen las bases de casi todas las condiciones de lo moderno.
Se nos presentan hoy en día a la manera de microestructuras, y esto nos despista hasta el punto de pensar que las grandes historias y los grandes personajes están pasados de moda, o dicho de otra forma; pasados, por modernos.
En este mundillo postmoderno cada cual quiere ser un gran personaje, un héroe solitario, y recurrimos para ello a las teorías de la postmodernidad, a los dependes y a la importancia de lo pequeño, que ya ha desbancado a lo grande (el argumento que predomina en defensa de esto es que lo pequeño, de hecho, conforma lo mayor).
Es cierto que el sujeto, por definición, relativiza los fenómenos que ocurren en su entorno. Otra cosa es caer en el relativismo como justificación a cualquier conducta, y parece que, poquito a poco, hacia ahí vamos caminando. Porque una de las palabras que definen más escuetamente y mejor, desde mi punto de vista, la posmodernidad, es esa: depende.
Pero claro, hoy el sujeto es algo ya confuso y contradictorio, como cualquier concepto, porque está sujeto a ciertas condiciones de las cuales, otra vez, depende.
Pues vaya lío.
Puede que la creencia en la posmodernidad haya traido consigo herramientas necesarias para la completitud del entendimiento de algunos fenómenos... herramientas que deconstruyen y, en definitiva, destruyen, teorías y metateorías que se habían expuesto anteriormente. Quizá el problema es que se ha quedado allí, en el derribo indiscutible de lo que iba sustentando desde la creencia hasta la fe de muchos colectivos occidentales. No propone la creación, la construcción, como utensilios indispensables; hoy nos encontramos en demasiadas ocasiones con pseudoconstrucciones que destacan a pesar de su condición insustancial: es más facil ver una torre mediocre levantada entre ruinas que avistarla entre grandes estructuras.
Por otra parte, como decía antes, las referencias míticas, las estructuras narrativas de siempre, siguen ahí, porque son más asequibles y lo que importa en un sistema neoliberal es el mercado, por encima de cualquier otra cosa; cuanta más masa en una sociedad abarque un producto, mejor para la empresa que lo promueve. Las tipologías raciales, de clase, etc., en las que se organiza el mercado son sólo superficiales: debajo de ellas está la comprensión de los conceptos, y ésta no deja de ser nunca un reflejo más o menos perfecto de las tipolgías míticas y narrativas que el mercado sabe que siempre funcionan.
Entre otras muchas cosas, cuando un ultraconservador como D. Bell hacía apología de lo posmoderno, lo menos que puedo hacer ahora es desconfiar de lo que, en definitiva, estaba vendiendo.
Y aunque yo sea muy ignorante en muchas de estas cuestiones, con mis escasos recursos tengo hoy la impresión que escribo aquí, que no considero trascendente ni, del todo, elocuente. Qué contradicción. Lo posmoderno no deja sitio al idealismo, lo comprime en una circunstancialidad que lo vuelve nimio y le sustrae sentido. No puedo evitar luchar, pensar, en contra de algo así.